En algún momento de nuestras vidas, todos hemos tenido un deseo, una ilusión o una meta que nos hizo soñar y vibrar de emoción; fantaseando en las noches cómo sería nuestra vida si llegásemos a lograrlo. Igual que cuando éramos niños ¿Recuerdas aquella sensación, cuando nuestra mente era libre y creativa y una inocente imaginación sin límites nos impulsaba a creer que todo era posible? ¿Recuerdas la magia de aquellos años, donde nos dejábamos llevar por la emoción y jugábamos a interpretar el papel de lo que soñábamos en aquel momento? ¡Lo vivíamos como si fuese real!
Y nos convertíamos en pilotos, en cantantes, en artistas y en héroes… El límite no existía, porque en nuestra mente inocente, libre de miedos y barreras impuestas, todo era posible, todo era real y todo era alcanzable.
Pero con el paso de los años, las circunstancias y las distintas etapas de nuestra vida se fueron imponiendo y mermando esa ilusión inocente. Nos hicieron cambiar forzosamente y aceptamos ese cambio sin darnos cuenta; volviéndonos duros y exigentes con nosotros mismos, cuestionando nuestras capacidades y, finalmente, nuestros sueños.